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No hagamos nuestros los problemas ajenos
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Éste es quizá un sano y valioso recordatorio para establecer límites saludables y no cargar con la responsabilidad emocional o mental que producen los apuros ajenos.
Al empatizar con alguien o querer asistir a un familiar o a un cercano, es importante brindar apoyo sin absorber su angustia ni dejar que afecte el bienestar, porque cuando hacemos propios los problemas de los demás, ocurren consecuencias emocionales que afectan de manera significativa nuestra salud mental y en muchas ocasiones las finanzas.
Asumir la carga emocional de otros genera ansiedad, preocupación, agotamiento y angustia, y por lo general nos sentimos abrumados por complicaciones que no son de nosotros, lo que dificulta la capacidad para gestionar escenarios de tranquilidad por los que tanto hemos luchado.
Llevar a cuestas las dificultades de otros, nos lleva al «burnout» o agotamiento, diezmando notoriamente nuestra energía y capacidad de concentrarnos en aquellos desafíos que requieren de atención pormenorizada, muchas veces echados a pique por no prestar la vigilancia necesaria y estarnos inmiscuyendo en pesadillas contiguas que nada tienen que ver con las metas y propósitos de nosotros mismos.
Al centrarnos demasiado en los aprietos foráneos, desatendemos nuestras propias necesidades, metas y responsabilidades y ésto, por supuesto, conduce a la pérdida de equilibrio personal y a una sensación de insatisfacción pavorosa, ya que, el adjudicarnos dichos inconvenientes nos lleva a una dinámica de dependencia en la que los demás se apoyan frecuentemente, echando más carga al hombro de la que regularmente tenemos, mientras ellos se alivianan y relajan de tal manera que pierden por completo el enfoque de sus metas y responsabilidades.
Si no permitimos que los demás enfrenten sus propios retos, les estamos privando de la oportunidad de aprender y crecer a través de la experiencia, al tiempo que nos estancamos en el rol de «solucionador» de todo lo que ocurre a nuestro alrededor y eso, aunque parezca un acto de solidaridad, pasa a convertirse en una intromisión absurda que solo trae, con el tiempo, frustración y desencanto.
Si bien es cierto que el respaldo es un sentimiento necesario, debemos poner límites para que cada quien asuma sus propias tinieblas, hallando la luz tal vez en un buen consejo o una útil acción nuestra, más no en el ejercicio de arreglarles todas sus complicaciones, y menos cuando el cómodo y dependiente solo acude a nosotros en momentos en que está en aprietos, pero se olvida luego de dar las gracias, devolver lo prestado y desaparece de repente en solitario para disfrutar de los éxitos proporcionados por los que siempre le socorren.
En la gran mayoría de los casos los individuos a los que se les favorece constantemente se convierten en seres ingratos y repudiables, porque empiezan a ver el favor como algo que se les debe, o una obligación, en lugar de valorarla como un acto de auxilio voluntario.
Por su parte el solidario siente que la relación es unilateral, lo que genera resentimiento, en tanto que los que reciben y reciben, fingen no darse cuenta de cómo están agotando emocionalmente a la otra persona porque, aquellos de rostro angustioso con lágrimas en los ojos, peticionarios recurrentes de S.O.S., asumen una impúdica posición de saber que no pueden resolver nada por sí solas, y menos cuando tienen a su lado a alguien que les enmienda y rectifica sus habituales «travesuras».
Cuando el favor es económico se corre el riesgo de perder la plática y el supuesto amigo y lo mismo ocurre cuando dejamos que algunos de estos astutos personajes invadan nuestro terreno y se sientan dueños de lo que no les pertenece y peor aún, de lo que nunca han trabajado, toda vez que para ellos el esfuerzo del otro es el trampolín para lograr sus objetivos.
Mucho cuidado entonces en permitir que pasemos la delgada línea entre la solidaridad, que de por sí es necesaria, a la acción alcahuete y masoquista, porque si eso ocurre, siempre, óigase bien, siempre saldremos lesionados.
Recuerdo que en alguna oportunidad le pregunté a un sabio amigo: ¿y aquel porque nunca más volvió y ahora habla mal de usted?, y me respondió de manera pausada y serena: “No lo sé, algún favor tuve que haberle hecho” …