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No se requiere ser erudito, para entender la música
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No es imprescindible contar con formación académica musical para experimentar una comprensión significativa de la música y en diversos círculos musicológicos y académicos, persiste una tendencia a establecer una jerarquía cognitiva que privilegia el saber técnico – formal por encima de la sensibilidad estética y la aprehensión emocional.
Esta postura, sostenida por ciertos sectores eruditos, suele derivar en una retórica de exclusión simbólica, en la que se deslegitiman las apreciaciones provenientes de oyentes no especializados, amparándose en una presunta autoridad epistemológica.
Tales actitudes, frecuentemente revestidas de una pedantería disfrazada de rigor, promueven un elitismo que trasciende el respeto por el conocimiento y se convierte en un mecanismo de descalificación sistemática.
Se instaura así un discurso de superioridad que minimiza cuando se desprecia abiertamente la capacidad del oyente común para generar interpretaciones válidas y emocionalmente profundas, pese a la ausencia de un dominio técnico o “sabio” del lenguaje musical.
Paradójicamente, muchas de las experiencias más intensas y auténticas frente a la música emergen precisamente de quienes la viven desde lo sensorial, lo intuitivo y lo simbólico, sin intermediación de partituras ni terminología especializada y en muchos casos los intérpretes que requieren la partitura de manera inaplazable, suelen ser más fríos y menos expresivos, es decir les hace falta aquello que popularmente se conoce entre los artistas como “el viaje” o el “swing”.
Esta dimensión fenomenológica del acto de escuchar, tan valiosa como el análisis formal, evidencia que la comprensión musical no es un privilegio reservado exclusivamente a los “maestrísimos” licenciados y especializados, sino una facultad universalmente humana, ligada a estructuras cognitivas, emocionales y culturales compartidas.
En muchos casos, se encuentran melómanos cuya experticia, aunque no provenga de una formación académica formal en conservatorios o instituciones de enseñanza musical, se ha forjado a través de una praxis constante y sostenida en tejidos de alta exposición estética, personas que han cultivado una sensibilidad auditiva excepcional mediante la asistencia sistemática a conciertos, festivales, simposios, recitales y otros espacios de circulación sonora, donde la experiencia auditiva se convierte en una forma de conocimiento encarnado.
Su oído, entrenado no desde la teoría sino desde la escucha activa, acumulativa y reflexiva, ha perfeccionado una capacidad de discriminación auditiva altamente afinada por lo que este tipo de audiencia, que podríamos llamar un escucha empírico especializado, les permite detectar con precisión desviaciones microtonales, errores de entonación, desajustes armónicos o incongruencias tímbricas, aun sin disponer del vocabulario técnico para nominarlas.
No obstante, y como bien reza la sabiduría ancestral: «cada loro en su estaca”, y “ni mucho que queme al santo, ni poco que no lo alumbre». Expresiones, cargadas de sentido común, que invitan a reconocer con equilibrio los diversos saberes sin caer en la desmesura y menos en la subvaloración.
Si bien es cierto existen melómanos con una capacidad auditiva y un juicio estético admirable construidos a través de una trayectoria de inmersión y contemplación constante del hecho musical, resulta igualmente ineludible el reconocimiento al esfuerzo y dedicación rigurosa de quienes han transitado los exigentes caminos de la formación académica o han alcanzado la maestría musical mediante procesos empíricos de largo aliento.
Los músicos profesionales, ya sean formados en conservatorios, universidades o forjados en la práctica autodidacta, han invertido años de estudio, destreza deliberada, investigación teórica y exploración estética.
Han interiorizado sistemas de notación, teoría armónica, contrapunto, análisis estructural, organología y otros elementos fundamentales que constituyen el andamiaje técnico del arte sonoro, cuerpo de conocimientos que no solo es digno de respeto, sino que sustenta la complejidad del oficio musical y su contribución a la evolución de la misma.
Ahora bien, cabe también una reflexión crítica respecto a los entornos familiares o afectivos de los músicos como: padres, parejas, hermanos, allegados quienes, en su cercanía emocional con el artista, incurren en prácticas discursivas desmedidas o incluso contraproducentes por cuanto la proximidad biológica o afectiva no se traduce automáticamente en competencia estética ni legitimidad crítica, por lo que emitir juicios categóricos sobre interpretaciones, composiciones o decisiones artísticas sin la debida formación ni sensibilidad, provocan interferencias nocivas para el desarrollo profesional de artistas en formación o incluso para figuras ya consolidadas.
En estos casos, la intromisión no informada genera tensiones innecesarias, sobreexposición emocional o influencias ajenas a los procesos creativos genuinos por lo que es fundamental, que el respeto por el arte se manifieste también en el silencio prudente, en el acompañamiento sincero y en la escucha atenta, más que en la emisión compulsiva de valoraciones que, aunque bien intencionadas, resultan siempre en desestabilizadoras para la integridad artística del creativo.
Definitivamente, el equilibrio, el acato, la prudencia y el respeto en todos los escenarios de la vida es lo que realmente hace la diferencia.
