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¡Uy! Qué miedo…
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¿Quién no ha sentido miedo? Todos experimentamos este fenómeno al advertir próxima una amenaza de alguien o algo que nos pueda hacer daño, de ese mal que ronda por nuestro espectro vestido con capa oscura y rostro oculto y anda al acecho en las noches eternas de confusión, insomnio y pesadilla.
Esa es quizá una de las tantas maneras de identificar el miedo. Sin embargo, desde la psicología se asume que el ser humano tiene seis emociones primarias y que, según dicen los expertos, están codificadas en nuestros genes, como la alegría, sorpresa, ira, tristeza, asco, y por supuesto el miedo; no obstante, esa teoría no es del todo cierto, ya que cada pueblo, según su cultura, tiene un repertorio emocional diferente influenciado por las realidades lugareñas.
Pero el miedo no solamente se manifiesta en las alteraciones de la raza humana, porque los demás mamíferos y especies animales también lo experimentan, toda vez que es el miedo el que nos hace evitar, a como dé lugar, todo aquello que nos quiera causar incomodidad, penuria o dolor y de no ser por el miedo, no se podría prender las alarmas para vencer las intimidaciones y sobrevivir a esa fuerza maligna que de alguna manera husmea en lo profundo del ser.
Todos reaccionamos ante el miedo, nos alertamos, prevenimos, sacamos ese héroe interior para combatirlo y aunque muchos se acobardan, siempre hay un instinto de supervivencia que nos vuelve fuertes y se desarrolla como mecanismo de defensa para buscar resguardo y seguridad bajo cualquier esquema de protección individual o colectiva.
Los miedos de infancia, que, como los del nobel Gabriel García Márquez, surgieron de las predicciones macondianas de su abuela y de esas imaginaciones míticas que satanizaba ciertos comportamientos, como el hecho de no poder abrir el paraguas dentro de la casa, pasar por debajo de una escalera o atravesarse en el camino de un gato negro.
Los miedos erradamente sembrados en el alma de los niños al advertirles que si no se toman la sopa vendrá el demonio y los llevará al caldero del infierno, y qué decir de los miedos infundados por los hermanos vestidos de fantasmas con sábanas sobre su cuerpo para aterrorizar al infante y producir en él tanto pánico, que para ellos revienta en carcajada.
El temor al padre ebrio que llega a la medianoche para interrumpir la tranquilidad de la casa, el de un niño flagelado con la espesa correa o el cable corpulento de la plancha como castigo por haber hecho algo que le estaba prohibido, las manos del infante quemadas sobre la brasa ardiente como castigo para no volver a coger lo ajeno y tantas otras condenas atroces heredadas, quizá, de la cultura Nazi y utilizadas por los mayores de otrora para dar escarmiento a los hijos porque, según afirmaban los “amorosos verdugos”, así se llevarían por el camino correcto.
Con el correr de los tiempos la gente ha desarrollado tantos miedos que los científicos se dieron a la tarea de clasificarlos según el proceder de las emociones: la aracnofobia, cinofobia, dentofobia, taurofobia y hasta la tripofobia que es miedo irracional a los hoyos o agujeros, hacen parte de un extensísimo menú de miedos, cada uno estudiado por técnicos para los que hay especialistas que los curan y los tratan en ese comercio indiscriminado del negocio curativo.
Entre los tantos enigmas del espíritu, el miedo es de cierta manera un mal necesario, por cuanto de no experimentarse no se presagian los peligros y eso causaría en muchos de nosotros el ocaso de propósitos o peor aún la precipitada llegada de la muerte.
¿Quién no ha experimentado esa sensación paralizante que produce el sentir, en medio de la penumbra, la presencia de alguien o algo que presiona el pecho y nos reduce a una situación de impotencia, tanto así, que quisiéramos gritar, movernos o pedir auxilio y no podemos?
Y qué decir de los sueños ilógicos, casi siempre amenazantes, causantes de temor y desespero, traducidos por personas que se han dedicado a estudiar estos fenómenos de la raza humana, utilizados en las llamadas regresiones o en el examen interior de las fijaciones tatuadas en la conciencia.
Vivimos siempre en medio de una batalla campal donde se presenta un cuadro repetitivo del bien venciendo al mal, del ángel punzando su espada sobre el reptil feroz como lo muestran las imágenes y los pasajes de la biblia, de la serpiente venenosa camuflada entre atributos físicos tratando de llevarnos para su esquina, en tanto que el bien forcejea también para que permanezcamos firmes en su terreno.
Una lucha interior que se agudiza de manera distinta en cada persona según el inventario de sus vivencias y actuaciones, porque muchos de esos espectros de espantos pendencieros son también creados por el subconsciente cuando los remordimientos por las malas actuaciones asaltan la paz del silencio y llegan como el cobrador transformado en sombra del pasado.
A la luz de la ciencia se dice que el miedo es necesario, porque si no fuera así, actuaremos de manera irracional sin advertir los peligros y esto, por supuesto, nos llevaría a escenarios de fatalidad, de ahí que el miedo tenga diferentes clasificaciones como el funcional que se activa ante un peligro y nos ayuda a reaccionar para sobrevivir.
Se dice también que esta clase de miedo es adaptativo porque permite condicionar nuestra conducta a las circunstancias para reaccionar siempre en beneficio propio, es decir que en este caso el miedo es muy útil porque nos pone en alerta y nos previene de caminar por la cuerda floja que resbala al abismo.
Por su parte, el miedo disfuncional es el que entorpece el desempeño normal de nuestras vidas, es decir, esas cosas que hacemos aún y a sabiendas del temor que representa para nuestro interior como subirse a un avión, amén del pánico que para muchos produce transitar por las alturas.
Ese miedo entonces no se debe a un peligro real, sino a un conjunto de experiencias y creencias que forman el filtro cognitivo de una persona o la manera que cada quien tiene de interpretar la realidad.
Miedo a revivir el amor por las traiciones recibidas, susto a levantarnos y volver a intentarlo luego de haber fracasado o padecido las consecuencias de los errores y tantos otros miedos que nos oprimen y aminoran el deseo de volar aún y con las alas averiadas por el dolor.
Miedo a la oscuridad, a la soledad, a lanzarnos al vacío de nuevas conquistas, el temor a colonizar metas, sueños y quimeras, la pavura a los macabros seres que nos someten, intimidan y aminoran los anhelos, a las apariciones que rondan el espectro de los recuerdos y en fin… a tantos fenómenos que sin duda moran en nuestro pensamiento y que por aprehensión o cobardía no nos atrevemos a enfrentarlos.
Con el surgimiento de las redes sociales, quizá uno de los más recientes temores es pasar al sillón de los inquisidores sin rostro y convertirse en blanco del fusilamiento desquiciado de los nuevos “sabios” de la opinión pública, un temor que asalta la tranquilidad, especialmente de personas notables que por sus osadas acciones son el juguete de entretención del resentimiento social.
Pero no todo lo moderno ha sido malo, porque con el auge de la innovación, hoy son muchos los jóvenes que están inmersos en el descubrimiento del yo y el develamiento frontal de su propia espiritualidad.
Seres nuevos que no le temen a la muerte y la ven como un episodio más de la vida, personas que indagan y escarban su íntimo entrañable para derrotar los miedos mal fundados desde tiempos primarios, hombres y mujeres que no esquivan el llanto porque sana, ayuda y reconforta, almas renovadas que encuentran en cada pequeño detalle la manera expedita para curar las cicatrices que dejan las secuelas de una historia afligida recorrida.
Emoción o sentimiento, los miedos hacen parte del espacio íntimo de cada ser y en nosotros está enfrentarlos, combatirlos y vencerlos o dejar que nos humillen y nos ahoguen en un lodo asqueroso de pavor, fracaso y desconsuelo.